Si hay una guía gastronómica por antonomasia, reverenciada por los usuarios y deseada por los hosteleros, esa es la Guía Michelin. Nadie es nadie en el mundo de la cocina si no tiene o aspira a ser acreedor de merecer el aprecio de la Guía Michelín y sus distinciones, que se han convertido en verdadera obsesión para algunos. Y dentro de esa gloria, la reseña especialmente deseada son sus estrellas, que se reparten entre los restaurantes de mayor calidad del mundo entero, provocando un flujo de turismo gastronómico al que todos los establecimientos aspiran. La presión de tener una, dos o incluso tres de estas estrellas es una constante en el mundo de los restaurantes y en el de los sibaritas que están dispuestos a un importante desembolso por conocer sus mejores platos.
Para conseguir la adecuada valoración, un ejército de agentes de incógnito recorre los mas destacados restaurantes de los diferentes países, regiones o ciudades donde se edita, recopilando los buenos o no tan buenos momentos vividos en ellos, en una calificación que se ha convertido en referencia mundial para la restauración y que no ha decaído con el paso de los años.
Los restaurantes pueden recibir por parte de la Guía Michelín de una a tres estrellas, dependiendo de su calidad general, no solo de la cocina, también de otros aspectos del local y su servicio. Una estrella supone reflejar una cocina muy buena de un establecimiento en su categoría; si subimos a dos estrellas ya hablamos de excelencia, por lo que va a merecer la pena viajar para vivir la experiencia de comer en ese lugar; y si se trata de tres estrellas nos adentramos en el mundo de de una cocina excepcional, por lo que la lista de espera para conseguir mesa en quien las atesore será larga.